Un hombre estaba poniendo flores en la tumba de un pariente, cuando ve a un japonés poniendo un plato de arroz en la tumba vecina. El hombre se dirige al japonés, y le pregunta:
- 'Disculpe señor, pero ¿cree usted que de verdad el difunto comerá el arroz? - 'Si', respondió el japonés... 'Cuando el suyo venga a oler sus FLORES.' |
Un día su maestro, que lo vio dando justificaciones después de una explosión de ira a uno de sus compañeros de clase, lo llevó al salón, le entregó una hoja de papel lisa y le dijo: ¡Arrúgalo! El muchacho, no sin cierta sorpresa, obedeció e hizo con el papel una bola. Ahora —volvió a decirle el maestro— déjalo como estaba antes. Por supuesto que no pudo dejarlo como estaba. Por más que trataba, el papel siempre permanecía lleno de pliegues y de arrugas. Entonces el maestro remató diciendo: El corazón de las personas es como ese papel. La huella que dejas con tu ofensa será tan difícil de borrar como esas arrugas y esos pliegues. |
Pasada algunas horas, escuchó la voz del niño: "Papá, papá, ya hice todo, conseguí terminarlo".
Al principio el padre no dio crédito a las palabras del niño. ¡No puede ser, es imposible que a su edad, haya conseguido recomponer un mapa que jamás había visto antes!Levantó la vista de sus anotaciones, con la certeza de que vería un trabajo digno de un niño. |
El hombre fue llevado a juicio y comprendió que tendría escasas oportunidades de escapar a la horca. El juez, aunque también estaba confabulado, se cuidó de mantener todas las apariencias de un juicio justo. Por eso le dijo al acusado: “Conociendo tu fama de hombre justo, voy a dejar tu suerte en manos de Dios: escribiré en dos papeles separados las palabras 'culpable' e 'inocente'. Tú escogerás, y será la Providencia la que decida tu destino”. Por supuesto, el perverso funcionario había preparado dos papeles con la misma leyenda: “Culpable”. La víctima, aun sin conocer los detalles, se dio cuenta de que el sistema era una trampa. Cuando el juez lo conminó a tomar uno de los papeles, el hombre respiró pro-, fundamente y permaneció en silencio unos segundos con los ojos cerrados. Cuando la sala comenzaba ya a impacientarse, abrió los ojos y, con una sonrisa, tomó uno de los papeles, se lo metió a la boca y lo engulló rápidamente.
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En Japón, en un pequeño poblado no muy lejos de la capital vivía un viejo samurai. Un día, cuando él instruía a sus aprendices, se le acercó un joven guerrero conocido por su rudeza y crueldad. Su forma de ataque favorita era la provocación: él sacaba de sus casillas a su oponente, y cuando aquél ya estaba cegado por la ira y cometía errores en la pelea, el otro, tranquilo, comenzaba a pelear, ganandole con facilidad.
El joven guerrero empezó a insultar al viejo, le lanzaba piedras, lo escupía y le decia las peores palabras que conocía. Pero el viejo se quedó ahí, quieto como si no ocurriese nada y continuó con su enseñanza. Al final del día, el joven guerrero, cansado y enfurecido, se fue a casa. Los aprendices, soprendidos de que el viejo samurai hubiese soportado tantos insultos, le preguntaron: — ¿Por qué no peleaste con él? ¿Tenías miedo de la derrota? El viejo samurai respondió — Si alguien se acerca con un regalo, pero tú no lo aceptas, ¿a quién pertenece el regalo? — A quién lo traía — respondió uno de sus discipulos — Lo mismo ocurre con el odio, la envidia y las malas palabras. Hasta que no las aceptas, le pertenecen a aquél que las traía |
Cada mañana, en el corazón del África,
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